27.3.10

Sumergidos castillos poblados de habitaciones sujetas entre sí por intrincados pasillos.
Olas que avanzan con fuerza arrebatada a las entrañas de los abismos enfermos de soledad.
Murmullos de muros abatidos. Los mosaicos sangran en un lento y discontinuo quebrarse.
Las torres incandescentes se elevan inciertas sobre los cielos, y regurgitan, con mudo estrépito, infinitos soles para que comiencen su peregrinaje incansable.
En un patio que escapa por un ventanal encandilado (dejado abierto por olvido), el remanso de una fuente de aguas tan transparentes que a través de ellas pueden verse, brillantes y tersos, montañas y valles, suaves hojas abandonadas gozando del descanso, barcos lejanos en dulce acunamiento.
La música burbujea desde el fondo oscuro de la fuente, sale del agua, se sacude, y sigue su camino de humo celeste. El sándalo del aire sonríe insinuante al oírla. Se escurren juntos en las grietas que parecían tan agrias como arpías.
Entonces, las risas van chorreando por las paredes blancas. Los cristales de las ventanas tintinean rítmicamente, y el fuego no puede dejar de bailar enloquecido.
Así, los castillos emergen, los muros curan sus heridas, las escaleras se hacen menos empinadas y el sol disipa el olor a moho.
Sin embargo ocurre que los cuadros enderezados, las camas tendidas, la loza ordenada en las alacenas, tienen la habilidad de hacernos creer, en su placidez, que son la forma correcta de la existencia.

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